Fue hacia finales del curso pasado, un día entre semana, uno de esos en los que los estudiantes del Poli no tenemos clase en favor de actividades culturales cuya existencia acabo siempre por desconocer. Me permití acallar ese sentimiento tan responsable que surge cuando a uno se le acerca lo realmente crucial del curso - y no en el día a día cual hormiga - y me dirigí a la playa. Aparqué en frente de la antigua residencia de Blasco Ibañez, estiré, calenté, y empecé a correr rumbo norte. A la vuelta hacia el coche, ya paseando, contemplaba la vida cotidiana de un barrio en una jornada laborable, estampa a la cual no estoy acostumbrado dado que suelo estar estudiando. Deambulaba por la Patacona, una compilación de bloques de apartamentos y adosados repetitivos y sin ningún interés arquitectónico que componen el culmen norte de la fachada marítima de la ciudad. Contemplaba esos bloques, todos ellos destinados para el disfrute veraniego, orientados hacia el mar, zigzagueándose unos a otros para ver cual obtenía mejor vista de la costa con la cautela de no tapar a los menos privilegiados de las filas posteriores. Aquellos apartamentos eran templos cuyo objeto de adoración era el Mediterráneo, sus aguas y su luz. La simétrica composición de uno de estos, uno que se alzaba impersonal como los demás, me llamó la atención. Busqué el encuadre, cauteloso de respetar esta simetría de la que el arquitecto le había querido dotar, espere a que pasaran dos coches, y lancé. Ahí estaba tostado bajo la luz de finales de primavera valenciana, ante el típico cielo azul y sin una nube: el santuario veraniego de la clase media, el feudo estival de familias allegadas de la tierra y del interior, el alcázar del Imperio del Sol.
"Una mente abierta todo y cerrada nada". Estudiantes compartiendo su visión y conocimiento del arte.
martes, 4 de noviembre de 2014
El Imperio del Sol
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Ay, esas actividades culturales. Bien por tu imagen y tu comentario.
Publicar un comentario