lunes, 15 de diciembre de 2014

Escalofrío

Hay ciertas cosas que, de vez en cuando, me producen un escalofrío. Creo que, llevado a mi persona, sería el equivalente a "sentir mariposas en el estomago". Es un frío de lo más agradable que me recorre ascendente desde la altura de las rodillas aproximadamente y se propaga por el resto de extremidades de mi cuerpo, haciendo que se me contraigan ciertos músculos, que se me detenga la respiración para posteriormente acelerarse y que se me erice la práctica totalidad de los poros de mi piel. Ocurre eventualmente y cuando lo hace es síntoma de que la cosa que lo ha provocado trasciende en mí. Aunque no deja de ser una mera reacción química hormonal propiciada por mi mente.
El monopolio de esos escalofríos lo domina la música, principalmente porque es el estímulo al que más recurro en mi día a día. Me suele pasar, por ejemplo, cuando escucho los dos últimos minutos de la obertura 1812 de Tchaikovsky. Me sucede viendo películas y series, leyendo, en una conversación, caminando por la calle, o también me los producen ciertas personas. Además la arquitectura tiene un gran efecto evocador, recuerdo que uno de los chutes más fuertes fue cuando visité por primera y única vez el Pabellón de Mies hace un año.

Bueno, todo esto viene a que, el pasado viernes, me hallaba en la puerta del Museo de Bellas Artes de Valencia, sentado solo en los escalones circulares de su entrada esperando a que el grupo moviera, muerto de sueño y desgana. Esa mañana había tenido una corrección de proyectos por la cual - no es ella la culpable, siendo francos, sin yo y mi mala organización - había dormido unas tres horas. Cuando un amigo me dijo que no pensaba ir a la visita me dio la excusa perfecta para autoconvencerme y saltármela en favor de la tan necesitada siesta, pero entonces me recordó que en el blog hacía más de una semana que sus entradas estaban publicadas, a diferencia de las mías, y dicha visita podría ser una aprovechable fuente de inspiración.
Total, que allí estaba yo, al borde del colapso, preparándome para afrontarme a una pequeña muestra de uno de los museos con mayores fondos de España.

Al entrar me sorprendió el gran espacio que se abría bajo la cúpula, me sigue intrigando si los puntos que destellaban eran pequeños orificios o meros reflejos de algún foco. La primera sala a la que pasamos, esa que tiene una disposición tan simétrica, me pareció interesante. Me recordaba a una catedral, en la que los planos ortogonales a la vista eran los pilares que componían la nave central y el cuadro de gran formato del fondo era el retablo que se alzaba sobre el altar. El contenido de la sala no me lo pareció tanto.
No quiero que parezca que menosprecio a todas aquellas tablas góticas, la profesora hablaba de su gran calidad y la maestría de la técnica, de las cuales no dudo, pero todas aquellas piezas no conseguían despertar en mi ningún ápice de interés y la lucha interna entre la intención de prestar atención y el no cerrar los ojos se hacía cada vez más ardua.

Al subir al segundo piso las obras me parecieron más sugerentes, debe ser que la pintura religiosa no es mi mayor fetiche. La visita proseguía e íbamos desplazándonos por un pasillo por el que entrábamos y salíamos de salas de diferentes colores. El cambio de época y la mayor variedad de temática funcionó al principio, pero al poco rato parecía que mis párpados empezaban a tener vida propia e incluso empezaba a caminar de una forma un tanto inconexa, a saber que imagen estaba dando a mis compañeros. Para colmo, en el centro de cada sala habían unas butacas rojas de terciopelo que parecían tan blandas y sugerentes que no me atreví a probarlas por miedo a caer redondo.

Decidí descolgarme del grupo y empecé a pasearme de sala en sala accediendo sólo a las que me llamaban más la atención, un poco buscando también el movimiento para mantenerme activo. Vi cosas bastante interesantes. Me llamaron la atención ciertos cuadros que he buscado en la web del museo para citarlos pero solo he encontrado este: SAN SEBASTIÁN ATENDIDO POR LA VIUDA IRENE Y SU CRIADA, Matthias Stom (1600 - c. 1650). Me gustó uno en el que aparecía una virgen sobre un fondo muy colorido y sicodélico, un retrato de una mujer en el que aparecía una calavera sobre la mesa, uno en el que se apreciaba el cráneo abierto de un hombre que yacía en el suelo muerto mientras detrás de él sucedía una especie de disputa y los trazados de las alfombras de los retratos de varios generales.

Leí un cartel a lo lejos en el que aparecía escrito "Goya" y un pálpito me llevo directo hacía allí. A parte de en la fundación Miró y la Tàpies, que tuve la oportunidad de visitar en el mismo viaje que el Pabellón, nunca he visto en persona las obras de un maestro renombrado, y a Goya uno lo conoce incluso antes de haber cursado HAR. Al llegar a la sala, contemplé sus obras con el respeto que un pintor de tal calibre se merece, me resultaban familiares, aunque juraría no haber visto ninguna antes. Seguía necesitando tener que moverme...
Entré en varias salas más, en el folleto que nos habían dado al principio aparecía anunciado un autoretrato de Velázquez y me dirigí en su búsqueda para tachar uno más de mi lista, pero justo estaba cedido en una exposición itinerante y continué vagando por el museo.

De repente me topé con un cartel que me indicaba el comienzo de la "Sala Sorolla" y seguí sus indicaciones. Ya había visto algo de Sorolla, los grandes lienzos que trajeron desde Nueva York hace ya bastantes años. Mi madre me llevó, pero lo recuerdo difusamente: colores de lo más dispares, tonos vivos, rojizos, claros y brillantes.
Una vez dentro, el primer cuadro me gustó, y mi agrado fue en aumento con cada pieza. Empecé a detenerme en cada una, a cada cual más tiempo. Contemplaba los rostros que este señor había pintado, rostros llenos de vida, que te miraban en su mayoría con una vaga sonrisa y sino con un gesto más solemne, pero todos ellos con una grandísima expresividad. Eran fotografías desenfocadas, no pinturas, eran retratos difusos de personas reales, no parecían sacadas de la mente de alguien, sino que cada habitación, cada paisaje, cada personaje, había existido y que cada cuadro era el reflejo verídico de esa existencia. De repente no pude evitar detenerme a contemplar cada una de sus obras y me obligué a darles una mínima franja de tiempo para poder absorber lo máximo posible, además de leer las historias y poder entender con mayor claridad qué relación habían tenido esas personas con el autor y poder, a su vez, ir conectando datos de su vida. De repente, al acceder a una de las salas en las que se dividía la exposición y torcer a la derecha, escalofrío. Cual flechazo de película romántica barata (seguro que tenía la misma cara melosa que el hombre pone la primera vez que ve a la mujer sobre la cual girará la repetitiva trama), apareció ante mi una estampa de dos niños, niña y niño, los hijos de Sorolla, montados en un caballo sobre un fondo arbolado, vestidos con la indumentaria tradicional valenciana, con la cabeza levemente inclinada y la mirada al frente.

No es que sea un amante del folclore de la tierra, ni que considere mejor esta obra que las otras del pintor o del museo, simplemente trascendió en mí esa imagen, por alguna razón, me llegó, y produjo esa sensación tan agradable que hasta el momento ninguna de las pocas obras de arte que he visto había conseguido transmitirme.

Otro punto culmen fue con un autorretrato del autor, uno en el que aparece mirando "escrutador" - así decía el texto - al espectador. Y tan escrutador. El pintor me miraba con una mueca que aparentaba tornarse sonriente y una mirada penetrante con la que parecía meterse en tu mente y conocer todos tus secretos. Me llamó la atención, al acercarme un poco, que la oreja del pintor estaba pintada con tonos rojizos. No con los rojos con los que aparecería una oreja sonrojada, sino algo realmente llamativo, un color poco natural que debería desentonar en el conjunto pero que a su vez no lo hacía, se mimetizaba totalmente como si tuviera que ser ese color y no otro. Entonces me acerqué aun más, hasta estar los suficientemente cerca como para apreciar como esa imagen tan real que parecía una fotografía a varios pasos se había tornado en un cúmulo de pinceladas inconexas y poco definidas, manchurrones de colores no tan semblantes como parecía desde la lejanía, una forma amorfa que bailaba borrosa y difuminada por el lienzo, pero que contaba con una delicadeza absoluta, como si fueran caricias las que hubieran impregnado la pintura. Al alejarme lentamente, ese conjunto de colores que no parecía tener del todo sentido iba cobrando forma a cada paso, y la oreja roja volvía a formar parte del pintor y la pintura formaba parte de mí.


Ya no tenía sueño.


1 comentario:

Peggyisthequeen dijo...

Bueno, bueno, bueno. Puedo decir que me lo he pasado muy bien leyendo tu entrada. Y conste que en estas cuestiones, y en otras, soy de lo más exigente. Me ha gustado mucho.